Hay días en que veo casi exclusivamente lo malo de las personas. Son días en los cuales nada de lo miserable y agrio de la gente se me escapa a la percepción. Me da comezón, me pica la lengua de tragar lo que casi sale como un reproche, un insulto o un gargajo viscoso. Las miserias brillan, los defectos, torpezas y debilidades llaman mi atención. Todo me parece absurdo, me irrita, me causa gracia, vergüenza y odio simultáneos. Me desesperanza. Son días en los que me conduce una voluntad brutal de liberarme de lo ajeno. ¡Y lo bien que se siente!
Pero no está mal, porque ¿por qué uno siempre tiene que ir rescatando los buenos gestos, las buenas intenciones, lo puro que, esporádico, sobrevive en las almas de los otros?
En esos días me sé malo, y está bien, también. Me sé malo y me gusto malo. Son días en los que necesito habitar lo malo, para que luego tenga lugar lo otro, lo que es llamado bueno y que hoy llamo al olvido.
Porque hoy es uno de esos días.
martes, 7 de junio de 2011
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