miércoles, 17 de agosto de 2011

El arte de nombrar

En estos tiempos de política uno piensa mucho. Pienso mucho y sobre muchas cosas. En estos tiempos de cumpleaños, de trabajo, de viajes cortos hasta aquí a la vuelta, de devenir cotidiano, de contacto y palabras, de lecturas, de inconcreción, de estudio, uno piensa mucho. Pienso mucho y sobre muchas cosas. Pienso y pienso, aunque eso no siempre ayuda a pensar. Pienso y siento, que, aunque tampoco ayude mucho a pensar, ayuda, inexorablemente, a sentir de una forma propia.
Pienso en toda la gente que no es “como uno”. Y ese “como uno”- que recuerda al tan publicitado mensaje racista “Vos sos bienvenido”, visto recientemente pero entendido en escasez- existe también, en cada uno de nosotros. Todos llevamos incorporado un límite, una categoría, un cordón divisorio pero a la vez unificador. Necesitamos ese límite, esa barrera, esa manera de nombrar a un otro que no asimilamos a nuestras formas, a nuestros hábitos, pensamientos y afectos… Y de ese lado, dentro de ese numeroso grupo de los “no como uno” pienso en todas aquellas cosas en las que no me gustaría convertirme. En todas aquellas cosas en que se han convertido los “no como yo”. Prestamista, estanciero, mentiroso de oficio, indiferente, son algunas de ellas. Pero hay otras, hay muchas, de hecho. Más, incluso, que aquellas en las que sé con certeza que me gustaría convertirme. Maestro, tal vez, amigo, compañero. Esas seguro, pero, ¿quién puede enumerar una docena de ellas sin que nos asalte la duda? La compañera duda, la hermana, condenada, inevitable y significativa duda. ¿Quién puede? Yo no. Yo, antes que elegir ser muchas cosas preferiría elegir no ser tantas otras. No ser prestamista, por ejemplo, o preso de la pereza, de la paja mental.
No sé hacia donde me llevan mis palabras. No estoy ni por asomo (aunque me asome a ver donde me encuentro) en el lugar que estaba cuando comencé a escribir. Tampoco me acompañan esas ideas que juzgaba tan interesantes, tan viables de ser escritas, dichas. En este momento (que comienza a convertirse en el último de estas líneas) recuerdo esa idea que en algún lado escuché, que dice que, en realidad, al escribir uno es tomado por las palabras, asaltado por la erupción misteriosa de unas palabras que no pueden más que decir esto, o lo que uno escriba.
Pero, una vez que escribo, no voy a ser tan boludo de renunciar al mérito, no?
Y no río al terminar.